sábado, 6 de marzo de 2010

"Inundación en el Mississippi", por Langston Hughes

Langston Hughes

En la primavera de 1927 fui invitado a leer mis poemas en la semana de clausura en la Universidad de Fisk, en Nashville, Tennessee, y la semana siguiente, en una conferencia de la A.J.C. de Texas. No había estado antes nunca en el sur ni se me habían ofrecido jamás honoriarios tan tentadores por leer mis poemas, de manera que acepté ambas invitaciones, y salí de Lincoln inmediatamente después de los exámenes.
Había oído hablar mucho de Fisk a causa del famoso Jubileo de Cantantes de Fisk y tenía grandes deseos de conocer aquella vieja institución negra de enseñanza del sur. Mi visita fue deliciosa. Por primera vez me vi leyendo mis poemas ante un numeroso auditorio de gente de mi raza y me emocioné vivamente al ver que parecían gustarles aquellos poemas en que yo había intentado captar algunos de los sueños y congojas que todos los negros experimentan.
Mientras estaba en Frisk, los periódicos comenzaron a poner titulares cada vez más grandes sobre la crecida del Mississippi. El río rompió los diques. Las dirigentes de la A.J.C. me telegrafiaron que les era imposible celebrar su conferencia en Texas porque había demasiadas delegadas que eran de las regiones inundadas y no podrían asistir. Con los honorarios de mi compromiso en Fisk y la indemnización que la A.J.C. me dio por haber rescindido su contrato, decidí pasar el verano viajando por el sur. Primero fui a Menfis a ver Beale Street.
En el viaje, entre Nashville y Menfis, un grupo de estudiantes con quienes viajaba me gastaron una broma divertida. Sabían que a los negros del norte les costaba trabajo acostumbrarse a las costumbres jimcrovistas del sur y saber exactamente lo que uno podía o no podía hacer. Por ejemplo, supe que en Nashville había determinados parques donde no podían entrar los negros, ni cruzarlos siquiera. Si se interponía un parque en el camino de uno, no podía atravesarlo como lo hubiera hecho un blanco. Un negro tenía que rodear el parque. Por supuesto que yo sabía que los negros estaban obligados a utilizar las salas de espera para negros en las estaciones del ferrocarril y viajar en los vagones Jim Crow, al lado de la locomotora. Casi esperaba ver cualquier día un linchamiento, pero ignoraba esas sutilezas sobre los parques.
Empero, el sur no es tan completamente malo como lo describen, aunque esto no lo supe la primera semana que pasé allí. Por eso, cuando iba hacia Menfis, sentado en el polvoriento vagón Jim Crow, discutí mis temores con los estudiantes. Como el sol brillaba mucho y las cenizas de la locomotora entraban por las ventanas, me puse unos anteojos ahumados que llevaba para protegerme los ojos.
Al poco tiempo, el tren se detuvo en una pequeña estación, para que la locomotora tomara agua. Nos daba tiempo para estirar las piernas y bajé al andén a comprar un helado de crema a un vendedor. Cuando estaba en el andén, algunos de los estudiantes de Fisk se me acercaron silenciosamente y me murmuraron al oído:
-Señor Hughes, ¿no sabe ustede que los blancos del sur no permiten que los negros usen anteojos ahumados?
Me los arranqué rápidamente y miré alrededor para ver si algún blanco había advertido que los llevaba.
Los estudiantes rompieron a reír ruidosamente y entonces me di cuenta de que todo era una broma. Pero he escuchado relatos verdaderos de ciudades en las que los negros sólo podían tener automóviles de segunda mano y otras donde tenían que abandonar la acera al paso de un hombre blanco; y aldeas con carteles como este:

Los negros no pueden tomar el sol

así que pensé que era muy posible que existiera también hostilidad hacia los negros que llevaran anteojos ahumados para protegerse del sol. Pero era simplemente una broma, como aquella famosa advertencia del Mississippi:

¡Negro, cuando leas esto, huye!
¡Y si no sabes leer, huye de todos modos!

probablemente inventado en un vodevil.
Beale Street me desilusionó, y hasta que años más tarde la visité en compañía de W.C. Handy, no pude borrar esta impresión. Hay trozos de las avenidas Quinta o Lenox en el Harlem de Nueva York que a mi juicio son tan vigorosos, tan pintorescos y casi tan negros como la famosa calle de Menfis. En vista de eso, marché a Vicksburg, Mississippi.
Las aguas del río estaban desencadenadas y sólo podía llegarse a Vicksburg dando un gran rodeo. Lo mejor que recuerdo de la ciudad es un café frente al río, cuyas paredes ostentaban letreros con prodigiosas faltas de ortografía:

Los que vusquen vronca que se queden ajuera

y otro:

Si quieres jugar a los daos vete ha casa

y

Paga deseguida cuando haqui comas
Que el señor dueño yeba pistolas

Los periódicos decían que se había establecido en Baton Rouge un gran campamento para los refugiados de la inundación, donde eran acogidos miles de negros y blancos que nunca habían salido de sus plantaciones. Los periódicos negros decían que la inundación era en el fondo beneficiosa, pues arrancaba a la servidumbre a peones del campo a centenares de trabajadores y sus familias. Sentí deseos de hablar con aquellos trabajadores del campo y me dirigí a Baton Rouge.
Baton Rouge me pareció una ciudad de aspecto encantador pero muy sudista en sus prejuicios antinegros. El trato que recibían los refugiados, según su raza, era un ejemplo típico del Dixie de hoy.
Los refugiados blancos eran transportados a través del río hasta la ciudad, en barcos de vapor con camarotes y puentes cubiertos para protegerles de la intemperie. A los negros los llevaban en botes abiertos, a merced del viento y la lluvia.
En Baton Rouge, la Cruz Roja había alojado a los blancos en un grupo de construcciones a la sombra de los árboles, que antes fueron cuarteles del Gobierno. Los negros eran alojados en pequeñas tiendas en campo abierto, donde se hundía uno en el barro hasta los tobillos en cuanto llovía.
A los blancos se les daba tres comidas calientes al día; a los negros, dos. Los blancos recibían un racionamiento regular de tabaco, rapé y dulces. Los negros recibían rara vez, si es que los recibían, esos obsequios.
Algunos de los negros contaban horribles anécdotas acerca del trabajo que se les obligaba a hacer, encañonados con fusiles, en diques que eran finalmente arrastrados por el agua; de blancos empavorecidos que huían en todas las embarcaciones disponibles, abandonando a los trabajadores negros a su suerte; de noches de espanto pasadas en un tejado o un campanario, o trozo de un dique derrumbado, luchando con las culebras y otros pequeños animales salvajes que buscaban también refugio en ellos.
Muchos de los refugiados no sabían leer ni escribir; muchos de ellos nunca habían visto una ciudad; algunos jamás habían salido de las plantaciones donde habían nacido; algunos ya mayores, nunca en su vida habían tenido diez dólares juntos.
-¿Pensáis volver a las plantaciones? -podría haberles preguntado yo.
El campo estaba vigilado y los negros habrían mirado a los centinelas; no tenían dinero; no sabían de ningún sitio adonde ir; habrían contestado casi todos:
-¡Seguro que volvemos!
Baton Rouge me deprimió terriblemente. Y como tenía dinero para marcharme, me fui. Saqué pasaje para Nueva Orleans.
El día antes de marcharme pasé todo el día en el campo de refugiados de color. Al atardecer, estaba sentado en un montón de tierra de las zanjas del improvisado sistema de desagüe, hablando con un trabajador del campo, de unos treinta años, pequeño, menudo, enclenque, con un rostro negro como el África. Poco más lejos, junto a una de las tiendas, estaba su esposa, sentada en un cajón, jugando con tres criaturas. Era una muchacha morena, agradable, vestida con un traje floreado azul.
-Está contentísima porque consiguió uno de los vestidos que venían en el paquete que trajeron esta mañana -me dijo el obrero del campo.
No era un mal vestido para haberlo sacado de un paquete de trajes viejos y se la veía linda allí sentada, riendo con los pequeños.
-¿Son suyos? -le pregunté señalando hacia los tres niños.
-Así es -me dijo -, todos varones.
Dos de los niños eran enteramente negros, pero la piel del otro era de un amarillo marfil, casi blanca. Era un contraste curioso: dos negros y uno blanco. Seguramente él adivinó mis pensamientos.
-Naturalmente -dijo dejándose caer en el montón de tierra -, uno de los críos no es realmente mío.
-¡Ah! -dijo yo.
-Aquel pequeño, el meriney, es del mayoral. Pero lo cuido como si fuera mío.

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(*) Perteneciente al libro: "Renacimiento negro", de Langston Hughes. (Centro Editor de América Latina; Buenos Aires, 1971)

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